Corolario de daños

A toda historia del tiempo presente la define una incertidumbre elemental: se sabe cuándo comienza, no de qué manera ni en qué momento concluye. Al adentrarse en ella, el historiador se ve obligado a especular. La razón es sencilla: el presente siempre es intempestivo, aparece como un plano (prácticamente infinito) de innumerables acontecimientos posibles. De otra manera, el futuro, en tanto que diferencia con el tiempo-ahora, sería inconcebible. La historia se revela así no como una fatalidad ni presa de un destino, sino como condición de posibilidad. En suma: no sabemos la historia que nos aguarda.

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La reciente derrota del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en las elecciones por la gubernatura del estado de México ya arrojó un cúmulo de pronósticos sobre el posible fin de su (casi centenaria) biografía. No sólo perdió el control sobre una de las más poderosas economías locales. Perdió también el aura de la joya más simbólica de su corona: el otrora infalible Grupo Atlacomulco. Si bien con el PRI nunca se sabe. Es una criatura de 100 vidas, aunque hoy su condición parece ser auténticamente agónica.

Su historia es tan larga como la mayor parte del largo siglo XX mexicano (que acaso se prolonga hasta 2018). Dos intelectuales tan consistentes como Emilio Uranga y Octavio Paz la esbozaron a partir de la antigua máxima latina cifrada por Polibio: “La ley del mal menor”. (Roma impone su ley, pero los demás son peores.) Sin embargo, lo que algún día quiso ser la exaltación del esplendor (y la duración) de Roma, difícilmente aplica en el caso de la oscuridad que dejó detrás de sí la fuerza que dominó y maniató al país durante (prácticamente) ocho décadas. Por más que un historiador extraviado haya definido a su cima como la “presidencia imperial”. Ese pasado se antoja hoy más como un laberinto del nopal: una cauda espinosa de traumas, agravios, energías y expectativas dilapidadas, riqueza despilfarrada y el arte extremo de la conjunción entre la impunidad y la complicidad.

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Lo que asombra, sin duda, es su cuantiosa capacidad para adaptarse a cambios radicales sin perder su centro. Como señala Arnaldo Córdova, el Partido Nacional Revolucionario, fundado por Calles en 1929, se erigió sobre premisas liberales. (Se olvida con frecuencia que en México el liberalismo ha sido un sinónimo de autoritarismo.) El Partido de la Revolución Mexicana, que obedeció a las reformas cardenistas a partir de 1938, se desarrolló, como explica en detalle Ricardo Pérez Monfort, bajo el síndrome del corporativismo. Ocho años después, en 1946, el PRI conjugó ambos principios en una suerte de oxímoron político: el inconcepto que reúne a la idea de la revolución con la de las instituciones. En los años 50 y, prácticamente hasta los 80, devino en formación desarrollista. Dos crisis económicas y sociales mayores (1975 y 1982) lo llevaron a una nueva era: el periodo de la tecnocracia. Este último cambio lo condujo a la ruina y, con él, a una parte sustancial del país. No sólo al arruinamiento social e institucional, sino a esa suerte de holocausto mexicano que se llama indefinidamente “crimen organizado”.

Hoy el PRI se está muriendo en silencio, como lo señaló Rodolfo Gaminio, sin que nadie se atreva a exigirle un mínimo ajuste de cuentas. Pero si está herido de muerte, no así la cultura política e institucional que engendró. Con ella impregnó al PAN de 2000 y 2006, al igual que al PRD, y se multiplicó de nuevo en la restauración de 2012. Hoy sólo se puede decir que ambos terminaron como partidos de Estado, es decir, formaciones huecas, incapaces de sostenerse sin las riendas del Poder Ejecutivo. No hay duda de que la penosa influencia de la cultura priísta se prolongará durante décadas.

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¿Cómo caracterizar las acotadas reformas que impulsó Morena en sus cinco años de gestión? Acotadas por el mismo perfil de la coalición que lo constituyó desde 2018, que va desde el centro derecha hasta el centro izquierda. Acaso se trata de otro palimpsesto mexicano: una suerte de neodesarrollismo ya sin muchas de las antiguas premisas que lo definieron en los años del “milagro mexicano”. Desde aquel entonces, se remataron más de mil empresas estatales, desapareció el proteccionismo económico y se desregularizó hasta el precio del aire. A cambio, Morena trajo consigo una nueva forma de gasto social, una política energética centrada, una vez más, en el Estado y una estrategia fiscal que hizo posible un peso estable. Un experimento cuyo destino está todavía por verse. Falló, sin embargo, en un problema central: la sofocante inseguridad que afecta a todos los estratos sociales de una u otra manera. Morena olvidó la máxima suprema de cualquier política moderna: sin el monopolio legítimo sobre la violencia pública, todo lo demás se tambalea.

Por lo pronto, dos ex priístas participan en la contienda por definir su candidato a la presidencia (Marcelo Ebrard y Adán Augusto) y, con ellos, la sombra del silencio y el ostracismo que pesan como una losa sobre la memoria de una sociedad entera.

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