Cultura y arte en lo digital

Uno de los primeros teóricos que leí sobre la producción simbólica en la sociología del arte no fue propiamente Juan Acha, reconocido pensador y crítico peruano, quien por cierto, dedicó su vida a interpretar y reflexionar en torno a la aparición del arte contemporáneo en el continente latinoamericano, sino Néstor García Canclini. Néstor en su vertiente sociológica, en particular sus reflexiones en torno a la teoría y método en la sociología del arte, su producción y fronteras. Años más tarde revisé trabajos como los del teórico Yves Michaud y su teoría del Arte en estado gaseoso, en la que hace una pequeña etnografía del arte contemporáneo y el lugar que ocupa la estética en la actualidad. Más tarde, analicé el polémico ensayo del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, quien problematizó el arte en su estado líquido. Polémico por referirse una vez más a la dinámica de consumo de nuestros días, que exige siempre nuevas cosas y genera, en consecuencia, un constante derroche y fluir de desperdicios. Una dinámica en la que el cambio, como bien señala, ya no es más un tránsito hacia un nuevo orden, sino una condición permanente de algo que carece de orden y donde la flecha del tiempo, ya no tiene punta. Este estudio fue publicado además, en un momento en que los cibernautas y prosumidores no solo se multiplicaron, sino que saben más que nadie sobre arte, estética, corrientes etcétera. Producto de la comunicación de masas personalizada que vivimos.

Años más tarde leí el atractivo trabajo del sociólogo francés Frederic Martel quien, bajo mi punto de vista sienta las bases de lo que me parece un nuevo estado tanto del arte y como de la cultura, a partir de su análisis sobre el cambio en el consumo cultural, que ha transitado de la posesión de bienes a su acceso. Eso me llevó a sugerir que estamos ante el estado digital del arte y la cultura. Tanto el estado gaseoso, como el estado líquido y ahora el digital del arte en particular y de la cultura en general, son bastante discutibles, por el solo hecho de abrazar aportaciones valiosas en la explosión-implosión de estos ámbitos de la vida social.

Sin embargo, este estado digital del arte y la cultura está determinando como ningún otro estado, la manera en que las nuevas generaciones de consumidores culturales se acercan a sus manifestaciones. Ha configurado al mismo tiempo un nuevo modelo económico, que si bien no está tan supeditado a las ventas digitales en relación a las análogas, sí representa un cambio decisivo que tiene su origen en las suscripciones y el streaming ilimitado que ha dejado fuera del mercado al CD y al DVD, y lo mismo está haciendo con las descarga de contenidos. Un cambio que exige concebir Internet como parte fundamental de este estado digital, pero no ya como una herramienta de distribución, sino como el espacio de producción de una cultura de nuevo cuño, una cultura que está dejando de ser solo de productos para convertirse cada vez más en una cultura de servicios. Un estado en el que, como bien apunta Martel, la recomendación sustituye al periodismo cultural de la misma forma que la suscripción a la carta sustituye a la venta de productos culturales. Una cultura donde los algoritmos cada vez más potentes hacen que Internet sea más un medio para relocalizarse y participar en la conversación local con usuarios y prosumidores potenciales, que con el eventual turista o el habitual consumidor cultural de este tipo de manifestaciones.

Resulta entendible en ese sentido, que la transformación de los productos y bienes culturales en servicios, flujos y suscripciones, nos lleve a valorar la cultura en general desde una visión apocalíptica como la que hace el escritor Mario Vargas Llosa en su ensayo sobre la civilización del espectáculo. En efecto, por una parte presenciamos una evolución importante en el consumo cultural de los prosumidores y produsuarios de hoy, a partir de la digitalización de los contenidos; por la otra, una suerte de involución en su formación, debido a que, como bien señala el Nobel de literatura, la cultura ya no es esa especie de conciencia que impedía dar la espalda a la realidad. O bien, ya no es un estimulante, sino un relajante, como nos dice Bauman.

La música, la literatura y el arte mismo, por ejemplo, ya no son objetos que uno posee o desea poseer con actitud burguesa en términos de Martel, sino algo a lo que se tiene acceso móvil, portable y que se puede disfrutar desde cualquier dispositivo a partir de una suscripción general. En la actualidad los ciudadanos, produsuarios y prosumidores, en lugar de apropiarnos de los bienes y servicios culturales, nos damos por bien servidos con tener acceso a ellos. Es la suscripción, en este sentido que apunta Martel, y ya no la propiedad, lo que estaría configurando el futuro de la cultura. Considerando que el estado digital del arte y la cultura es irreversible y que el 5-G nos está llevando a otra dimensión en la prestación de bienes y servicios, las preguntas aquí ya no son si Internet está cambiando la cultura como la conocemos, sino cómo la está cambiando y qué queda de la jerarquía y nomenclatura cultural que conocíamos. Cómo nos estamos adaptando a estas nuevas formas de consumo cultural y qué tan socialmente útil resultan para el consumo de nuevas experiencias por parte de los destinatarios.

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